jueves, 30 de noviembre de 2023

Ilusión óptica y su recuerdo

La silueta de alguien en una imagen difuminada me recordó ella. Había abierto Bumble y, dentro de las estrategias para no pagar suscripción, di click al botón de «Le interesas», buscando reconocer los grandes rasgos que se pueden solapar de esa foto difuminada —la trampa visual que usan para atrapar nuevos clientes— a una foto de los quince o veinte perfiles que me aparecen día tras día. Cabellos cortos, fondos playeros, gafas, ciertos ángulos de los rostros en las fotos se revelan en este sencillo ejercicio.

Las pistas de esa imagen se mantuvieron en este tipo de generalidad. Cabello amonado, largo y hacia los lados, rostro algo trigeño, y la cabeza un poco ladeada. Es evidente que fui yo la que quiso poner su rostro allí: imaginé su sonrisa, la serenidad en sus cejas, el ideal de calma con ella y hasta sentí escuchar su voz.

Con ansiedad revisé los perfiles que estaban disponibles dentro del filtro de edad y locación. Después de pasar por todos, no vi ningún perfil en el que pudiese sobreponer esa imagen difuminada. Revisé los «Le interesas» y allí seguía esa misma imagen —en Bumble, al rechazar a alguien que ya había «aprobado» tu perfil, desaparece de esa lista—. Aumenté los filtros: aumente la distancia, de 10km a la redonda a 100km. Me tomó su tiempo pasar tantos perfiles, pero tampoco le vi, y aquella imagen seguía disponible en los «Le interesas».

Pensé en comprar la suscripción Premium. Por $27 900 podría quitarme la duda de encima. Podría acabar la ansiedad de esperar que fuera ella, dejar de verla en la foto de alguien que seguramente no era. Sin embargo, recordé que ya habíamos hablado del tema antes, donde se mostró despreciativa al uso de aplicaciones para ligar. No era la primera vez que se mostraba despreciativa hacia algo: en general, al ver al mundo, sobre él ponía una tela de moralidad, en donde era probable que ella se situara al lado de los justos. Me atrajo ese idealismo, al que asocié con una auto-exigencia que emana de mí, aunque a mí me lleva a sentirme derrotada frente al ideal. Dicha tela de moralidad sobre el mundo, pensaba yo, iba en desacuerdo con sus acciones, con el caos que manifestaba en sus rumbas, en su exceso de alcohol, en la facilidad con que se relacionaba sexualmente con otros. Mi propio horizonte moral me instigaba a despreciar su falta de coherencia, a ser intolerante con su intolerancia, a pesar de reconocer mi propia falta de coherencia, mi propios excesos o debilidades. Pero, ¿qué otro recurso tenía yo, ahora que ella me había sacado de su vida? ¿Menospreciar al otro no hace parte de esas estrategias de aquellos con rasgos narcisistas cuando se reconocen débiles, en situación de inferioridad?

En este momento, a pesar de que lo que más deseaba en el mundo era que la persona detrás de la imagen difuminada fuera ella, lo más probable es que no era este el caso. Vamos, qué pasó de mí hace rato. Quise replicar la historia que tuve con Jessica, cuando, años después, nos volvimos a encontrar mediante Tinder, pero no, no se trata de eso. Lo que yacía en medio de esto, realmente, es que incluso si lo fuera, ¿qué conllevaría? Mi dilema enseñaba su absurdo: ya no era posible soñar un futuro con ella, había mucho desprecio de mi parte, mucho resentimiento. Ya el sabotaje estaba instaurado, y seguro su tedio significaba condena a lo que ante pudo ser un leve atisbo de interés. Entonces, ¿por qué me aferro a su recuerdo?

Ese aferrar, tan propio de mí.

Sin necesidad de pagar la suscripción, a la imagen difuminada se le antepusieron otras que tampoco se eliminaban después de haber revisado los perfiles disponibles según los filtros. ¿Qué mensaje podría ser más claro?

Es probable que esta entrada será lo que guarde un recuerdo que terminaré por olvidar. Es probable que esta entrada sea el esfuerzo de mi parte por sujetar algo en el tiempo de lo que también se difumina.

jueves, 13 de octubre de 2022

Leve autocuestionamiento hacia mi veganocentrismo

Fue una simple pregunta la que sirvió de gatillo: ¿Cómo es tu persona favorita? No se me ocurrió nadie. Lo pensé para el presente. Realmente, no había nadie.

Soy vegetariana hace dos años, en proceso de transición al veganismo. He necesitado de mucho tiempo para poder empezar la transición, pues un cambio tan radical de hábitos siempre es una lucha constante, del día a día. Te acostumbras a asociar ciertas comidas con estados anímicos; a tener salidas fáciles cuando no te quieres esforzar; a anhelar aquella comida en específico, siendo que se te hace agua la boca tan solo pensar en eso. Para personas como yo, empezar a erradicar todas estas prácticas e inscribir unas nuevas resulta todo un reto, uno muy difícil que quizá no pueda ejecutar sola. En mis estrategias está el imbuirme en una cultura vegana, asegurando que otros compartan conmigo sus prácticas en la conversación cotidiana, ayudándome a hacer familiar y cercano aquello que hasta el momento ha sido un mundo desconocido. Esperando que esos otros pinten de un nuevo color mi cotidianidad, una con conceptos diferentes, donde hablar de aminoácidos sea algo común y corriente, y el acompañar a la casa de una amistad no requiera que yo me tome un chocolate sin leche y tostadas, pues no hay muchas más opciones para alguien que se quiera llamar a sí mismo vegano.

Acorde a mis intereses y a las situaciones vitales que atravieso fui puliendo un altar donde los valores que más brillan ante mis ojos son los de la práctica del veganismo. Hoy en día, para admirar a alguien requiero que esa persona sea vegana. La asociación en mi mente fue inmediata entre el "¿Cómo es tu persona favorita?" y el veganismo: mi persona favorita debía ser vegana.

El problema lo encontré cuando pasé del plano de lo abstracto a las identidades específicas: las pocas personas que conozco con esta ética no son tan cercanas a mí, no les conozco tanto para maravillarme con sus formas de ser, no creo que podría llamar a alguna como mi persona favorita.  ¿Podría serlo mi vecina Milena, que es vegetariana y con un amplio conocimiento en fuentes nutricionales? ¿Podría ser mi compañera de trabajo Blaire, quien practica el veganismo? No, ellas no lo son; probablemente son seres excepcionales, pero los ricos mosaicos que componen su ser son leídos como planos y sencillos frente a los ojos de alguien que no les conoce lo suficiente: poseo muy pocos elementos para maravillarme. Tuve que retrotraer algunos años de experiencia: quizá Daniela, aquella chica vegetariana, tan autoexigente, tan rigurosa, comprometiéndose con causas éticas, pues no solo la compasión por animales la movilizaba, sino también por las mujeres. Pero, no, ella no podría serlo: a sus prácticas éticas les noté un abismo con el trato a otros en su cotidianidad. Alguien tan incoherente no podría ser mi persona favorita.

La pregunta roñó en mi cabeza mientras tendía la ropa. Pensé en él, en Daniel, la mejor persona con la que he salido... ¡sí que era inteligente! Me sentía tan cómoda con él a mi lado y en los años que han transcurrido después de conocerlo lo he seguido admirando. Se me asoma una sonrisa al pensar que quizá él es para mí la encarnación del tropo The one that got away:
A character once had a great love in their life, but that was a long time ago. Somewhere along the way, they lost them, often without even realizing at the time what they were giving up. Now all they have left are bittersweet memories.
Sí, ¿por qué no? Una persona tierna, con una mirada mágica, estratégica, comprometida con su trabajo, con quien podía conversar por largas horas y con quien sentía que cada conversación estimulaba mi pensar. Muchas veces pensé que quizá no lo conocí en el momento correcto. Huía de él cuando las cosas tomaban un matiz de intimidad, quizá porque no podía hacer mucho más en ese momento: no me encontraba a gusto conmigo misma, infeliz por el curso que había tomado mi vida, con la angustia de sentir que a cada día se quemaba la posibilidad de devenir en quien me había imaginado por años. La insatisfacción conmigo misma era muy grande, mientras él veía en mí más allá de eso, porque él ha sido una de esas pocas personas que siento que me han visto a mí. No se acercó por deseo de una compañía o miedo a la soledad, sino que lo hizo porque en mí encontró algo que resonó con él, a conciencia. No puedo evitar pensar que ese reconocimiento ha sido clave para inmortalizarlo en mi memoria, que su inteligencia le valió para verme, a mí.

Y, quién lo iría pensar, así fue como terminé llegando a ella, a Jessica. ¿Cómo no iba a pensarla al considerar el bienestar que me ha podido traer una persona que me miraba a mí? Su nombre encabeza la lista —la corta lista— de personas con las que he sentido eso, y lo encabeza no solo por quizá ser una de las personas a quienes más he amado por fuera de mi familia, sino porque nunca en mi vida he sentido que alguien disfrutara de mí —no «conmigo», sino de mí, en un sentido ontológico— como lo hizo ella. Nunca. Lo he dicho ya varias veces: es quien he sentido que más a disfrutado genuinamente mi forma de ser. Es quien se ha acercado más por ese placer que le pudo haber producido mis excentricidades, mis cavilaciones, mis dramas. Me miró a los ojos y reconoció a quien estaba allí, no el momento, el escape de la soledad, una idea romántica de relacionarse con otros, el deseo de sentirse querido, no... eso no... fue a mí a quien vio, y fue maravilloso. La sensación perdura en mi interior, resplandeciendo con vehemencia, esa de ser visto.

Mi persona favorita... qué pregunta tan difícil. Me veo tentada a decir que terminé abandonando el veganocentrismo para abrazar mi egolatría, pero eso sería una injusticia. No fue porque me admiraran que se hicieron especiales para mí, no fue porque nutrieran mi ego, tampoco lo fue porque me sentía más con ellos. No. Fue porque sentí una conexión más allá de lo situacional y que excarvó hasta alcanzar el sentido único de quien se es como ser humano. Fue ese reconocimiento en los ojos de otro ser humano del que escribí hace tantos años, añorándolo.

Hoy en mi palpita con fiereza la analogía que Sócrates comparte con Alcibiades, más de diez años después de haberla leído por vez primera.

(133) Sóc. — ¿Te has dado cuenta de que el rostro del que mira a un ojo se refleja en la mirada del que está enfrente, como en un espejo, en lo que llamamos pupila, como una imagen del que mira?
Alc. — Tienes razón.
Sóc. — Luego el ojo al contemplar a otro ojo y fijarse en la parte del ojo que es la mejor, tal como la ve, así se ve a sí mismo.
Alc. — Así parece.
Sóc. — En cambio, si mira a otra parte del ser humano o de algún objeto, salvo a aquello con lo que resulta semejante, no se verá a sí mismo. 
(b) Alc. — Tienes razón. 
Sóc. — Por consiguiente, si un ojo tiene la idea de verse a sí mismo, tiene que mirar a un ojo, y concretamente a la parte del ojo en la que se encuentra la facultad propia del ojo: esta facultad es la visión. 
Alc. — Así es. 
Sóc. — Entonces, mi querido Alcibiades, si el alma está dispuesta a conocerse a sí misma, tiene que mirar a un alma, y sobre todo a la parte del alma en la que reside su propia facultad, la sabiduría, o a cualquier otro objeto que se le parezca.

Hablando del ver... ¿cómo dejar escapar esta canción?

Hey, Eurydice, can you see me? I will sing your name till you're sick of me. Just wait until it's over, just wait until it's through

viernes, 12 de noviembre de 2021

Emociones y trampas musicales

Isabel compartió en su WhatsApp una versión en vivo y a dueto de Chau, de No Te Va a Gustar. Le respondo que la mejor de ellos es Tan lejos, canción que me retrotrae a la universidad, cuando conocí el grupo gracias a una compañera (y gracias a esa canción, tan sentida por mí en ese entonces). Nunca me adentré a ese grupo, pero volver ahí es interesante: me veo tentada a escuchar Ese Maldito Momento.

Mis últimos días han estado llenos de J-pop. Hablar con Jose sobre canciones que se presentaron al mundo como openings de X o Y ánime me tiene envuelta en la melódica voz de Nana Mizuki. Su álbum The Musuem III es mi fiel compañía para las labores un tanto mecánicas que desarrollo de cuando en cuando. Es sencillamente fenomenal musicalmente (a mi gusto), pues "Metro baroque" y "Synchrogazer" me calan hasta los huesos con su potencia musical: la primera por su emotividad, la segunda por su energía. La música me trae dicha, me aporta en este momento de calma que siento. Disfrutar del sol, del verde de los días, de la tranquilidad de las plantas, de mi suave rutina camina de la mano con las emociones que me suscita esta música. Mi autoimagen es que estoy bien, estoy tranquila. Mis despechos están con aquellos proyectos que alcancé a tocar en los últimos meses, y que tuve que dejar ver morir. Para ellos hay sus momentos de pensamiento dentro de esta rutina, en donde todo está en calma.

Pero, escucho un "Y no verte en mis mañanas ni sonreír con tu voz" y siento que se me parte algo por dentro. Mis ojos se llenan de lágrimas. Ya no hay una suave tristeza, envuelta en la calma, sino una herida que produce dolor. Santo Dios, ¿dónde estaba esto? No lo vi en las conversaciones llenas de flirteo que sostengo, en el cuidado que tengo con las plantas, en las noches de caminata con cerveza por el barrio. ¿Hace cuánto no me había permitido escuchar esta música? ¿Desde hace cuánto miro a un lado, siento desde otras matrices? Ahí está la herida que no sana, que sigue lastimando. De otros recuerdos me encargué ya: los he reconstruido tanto en mi mente que ya no me afectan, que son recuerdos vacíos. Me sorprendía de esa vacuidad, no lo niego, aunque me alivianaba la carga. Estaba soltando y me gustaba verlo así.

"Si no estás en mis mañanas, si no me río con vos... si me siento acorralado". Una herida no compartida. ¡En qué trampa tan boba caí! Mis emociones viran al autodesprecio: ¿cómo pude querer tanto a alguien que no titubeó en asesinarme simbólicamente? Cierro YouTube y vuelvo a Spotify... vuelvo a Metro baroque. Se atizan mis sentimientos. Un respiro profundo y retorno a ese presente con un velo de bienestar. Te vuelvo a enterrar. No quiero lidiar con eso ahora. Hay que enviar un libro. Ah, la voz de Nana... esos pianos. "El deseo de la paz se repite una vez más", ponen los traductores. La calma del presente, y yo ya no quiero nada que tenga que ver contigo en él.


domingo, 3 de mayo de 2020

Hablando desde mi generalidad: entre la pandemia y el presentismo

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Anteayer o antes de eso abrí un café molido para la cafetera. Ese café me fue obsequiado por ella, hace muchos meses. Yo había disminuido mucho mi consumo de café porque me encuentro cautivada por el chocolate, pero me antojé de café, hace tres días. No quise instantáneo sino probar con los molidos. Es curioso... el recuerdo de este café (y del anterior a este, que también fue obsequiado) fue agridulce: dulce, porque fue uno de esos regalos de ella; es su exteriorización, es lo que la hace seguir viviendo en mí, funcionando tanto de evidencia para mí de que su ser produjo cambios a mi alrededor, que nuestro encuentro no fue en vano. Agrio, porque no fue un regalo especial para mí; tanto la primera, como la segunda vez, compró el mismo tipo de café para varias personas, incluyéndome en su lista. Una de las causas de mi dolor, que todavía me afecta un poco de cuando en cuando: la no validación, el no haberme sentido especial para ella. La sensación de que esta historia solo la recordaré yo... pero, ¿qué tanto la recordaré, realmente?

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Ya son tres meses y un par de días desde que las cosas se acabaron, sin que ella en ningún momento reconsiderara su posición, estando segura de ella. Las emociones se transforman en medio del proceso del duelo amoroso. A día de hoy, la sensación es rara: veo nuestra historia y siento que es tan lejana, como si de ella me separaran años. Me maravillo ante el café molido porque es de las pocas cosas que me producen vínculo con ella, hoy en día, ante un ausentismo creciente en el resto de mi existencia, ante la información y las imágenes que se empiezan a esfumar. Me siento ante una extraña: ¿quién era ella, realmente? ¿qué versión de ella es más ella? Ninguna, quizá. Solo conocí quién fue con relación a mí. Conocí su ternura y su indiferencia. Vienen imágenes a mi cabeza y siento que la extraño, que extraño esa imagen que pierde nitidez, pero que ya reconozco como extraña. ¿Es la misma persona que, hace un mes, venía a mi mente ante cualquier referencia a un libro, un paseo, una historia de tranvía?

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Ante la amenaza de la sensación de una vida sin futuro que brinda la pandemia, pocos recursos se nos despliegan para mantener una socialización activa. Me doy la oportunidad en ellos, prometiéndome paciencia: sin querer todo para ya, considerando la posibilidad de que haya que esperar una buena coincidencia. Coincidir con otra persona. Siempre ha sido más complicado que lanzar una moneda al aire: eventualmente, esta cae y es o lo uno o lo otro, pero aquí no hay ese tipo de certezas. Un asunto de azar. Cuando sucede, coincidir con alguien es reinventarme: volver a narrar mi historia de vida y, por tanto, ficcionarme en el proceso; volver a desplegar herramientas que quizá me puedan servir para cultivar un ritmo de conversaciones; volver a soñar con futuros utópicos, a idear a esa persona.

Como idealista que soy, me entretengo en esas actividades. Crear nuevas redes con otros puede implicar la sustitución de redes previas: ¿con quién compartirás una canción que acabaste de escuchar y te gustó? ¿a quién le hablarás de una película que te tiene intrigada? Esa novedad del otro que te está descubriendo -y que puede que desaparezca de tu vida en dos días- te da la posibilidad de asociarlo con él. El cableado se transformó, ya no es ella lo primero que se te viene a la mente, pues, a falta de práctica constante de la actividad, del compartir, se pierde el refuerzo de la respuesta inmediata. De hecho, a ella no le interesaba realmente lo que yo quería compartir. Constancia que sigue siendo dolorosa y que me revela el carácter idealizado de mi relación. ¿Dónde he visto ya esto en mí?

Los nuevos otros, a quienes cargas con tu presente, empiezan a perfilarse en tu futuro. Son perfiles que vienen y van, que viven con intensidad en ti durante unos pocos días y luego quedarán confinados en los ríos del olvido. No es que te importe: no son reales esos perfiles. El temor está en la condena al olvido de aquello que sí pudo ser real.... porque, en mi caso, llenarse de futuro puede ser una reacción ante el darte cuenta de que te estás quedando sin pasado. El idealista opera añorando el pasado como soñando con el futuro.

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Le he tenido miedo a olvidar desde hace muchos años. Sentí que algo murió en mí el día en que, mediante una conversación, pude apreciar cómo de mi mente se escapó la información que Angie me había brindado sobre ella, información que atesoré y que procuré grabar en mí. Antes de eso, había procurado construirme para mí un sentido de vida a través de la experiencia: vivir para recordar y, en ese ejercicio retrospectivo, moldearme como persona espiritual. Si acaso olvido, ¿cómo podré usar mi experiencia para aprender sobre mí, sobre los demás?

La idea del presentismo se fraguaba en mí y vino a organizarse, a ser clara ante mis ojos, en el momento en que vi San Junipero, un capítulo de Black Mirror. La reacción de estas chicas me parecía ilógica inicialmente: si tienen 60 años, ¿por qué actúan cómo crías? ¿para qué vivieron tantos años si actuarían como chicas de 20 años? Las respuestas me fueron llegando al pensar en el caso: las relaciones que ellas establecían con su mundo virtual lo hacían desde la posibilidad de ejecutar la edad de los 20 años. No eran adultas que debían responder por responsabilidades laborales ni con amigos de hace lustros, sino que socializaban usando discotecas, poseyendo la belleza de su juventud y con el trato como personas jóvenes que recibían y ofrecían a sus iguales. Somos hijos de nuestro entorno y ellas viven en cuanto conectan con su presente, no con su pasado. Nuestro pasado, al que ficcionamos , responde siempre a las demandas del presente. Esa idea la había conocido hace más de 10 años en San Agustín, pero ya podía relacionarla con otras, ya tenía mayor dinamismo y sentido en mi mundo. El nuevo engranaje empezaba a dar vueltas y a funcionar con elementos interconectados.

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¿Cómo podía justificar el hecho de que mi duelo por la Innombrable duró tres años? La respuesta nunca me fue difícil: por la idealización. Ella representó en mí lo que deseé en alguien, cuya memoria no se pudo manchar al cargar yo con la culpa de haber dañado lo nuestro. La Innombrable tuvo el mérito de esforzarse en conocerme como hasta la fecha ningún otro interés romántico-sexual ha hecho cuando yo sentía que quizá no lo valía. Me validó. Eso fue lo que entendí desde el inicio. Hoy en día la lectura es más rica, porque ahora entiendo que realmente no hubo un "nuestro", que yo sí estaba en una situación incómoda debido a que ella estaba perdiendo el interés por mí, mientras yo estaba enamorada, y comprendo que yo me conocía muy poco como para haber manejado mejor la situación, por lo que no me culpo. Al día de hoy, después de haber superado esa situación, creo entenderlo: los tres años de idealización se sustentaron en lo poco que conocía sobre mi misma respecto a mi atracción por los demás y respecto a mis propias inseguridades. Me menosprecié mucho al compararme con ella y, mientras salíamos, la quise de una forma muy ansiosa.

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Un capítulo en mi vida que no he logrado resolver ha sido mi forma ansiosa de involucrarme en relaciones romántico-sexuales. En las veces en que he querido, lo he hecho esperando una alta validación de mi otro significativo. Me llega con disfraz de necesidad la idea de que yo pongo al otro en una situación de privilegio respecto a mi vida y requiero que se me trate igual. ¿Cómo va a ser posible que la persona que elegí para ofrecerle lo mejor de mí, no reconozca mi valía y me de ese lugar que tanto anhelo? El lugar que anhelo... me lleva a la pregunta de si acaso no siento que tengo ese lugar en otros espacios o por qué me es tan importante. ¿Por qué me es tan importante una validación en específico? Me hago altamente inestable con este modelo poco sano de validación. Hago que mi valor recaiga en lo que una persona pueda ver en mí, a sabiendas que entiendo que nunca nadie podrá verme -ni yo a ellos-. Es una respuesta en proceso, quizá asistida con mi terapeuta. La cuarentena no ha ayudado mucho a nuestra relación.

domingo, 15 de marzo de 2020

Terminando una relación

Esta semana recibí un mensaje por Facebook de una librería. Me estaban respondiendo una solicitud que hice hace dos meses, en donde preguntaba si había un libro y cuál era el precio de este. ¿Quién diría que un mensaje de esos puede ser leído como inoportuno? En menos de dos meses, lo que pensé que sería un buen regalo para conmemorar un mes junto a quien era mi pareja, se convirtió en causa de tristeza para mí, de una gran tristeza. Ya es mes y medio desde que ella terminó las cosas y esos pequeños recordatorios de cosas que quise hacer me resultan muy dolorosos. Son las evidencias de lo que procuraste trabajar para nutrir la relación en la que creías: quisiste añadirle detalles importantes, un libro que quiere leer, pero que no puede, porque el que tiene es una versión poco firme; un partido de fútbol que podría disfrutar, ya que es su equipo favorito; los detalles de animalitos que ves en Instagram y que ya no vale la pena consultar; dibujarla o dibujar a los gaticos. Desde lo simbólico, lo que crees que puede agradar.

En mi ceguera, en mi incapacidad actual de hacer una buena autocrítica, solo percibo mis esfuerzos por construir la relación que quise. Solo soy capaz de ver mis detalles, mi interés de complacer según mis posibilidades, mi puesta en marcha de formas de querer que pensé podrían ser asertivas. El uso cuidadoso del lenguaje -aunque, a veces, no tanto, ocasiones que terminaron pesando mucho- para nutrir la experiencia conjunta. Mis te quieros, mis me encantas, mis eres hermosa. La contemplación del otro y validación constante para que tenga clara su valía en mí. El compartir su música y procurar hacerla mía. El invadir sus espacios y preguntarle si quiere compartir conmigo rituales como el arreglo de las uñas o la lectura. Sus negativas.

lunes, 25 de junio de 2018

Escribir y no decir nada. Sobre bucles.

Creería que, aunque nos esforcemos por pensar lo contrario, todos tenemos momentos en los que habríamos deseado cambiar la decisión efectuada. Tratamos de consolarnos con ideas como el considerar que solo nos es posible aprender mediante el error, ideas que si bien son acertadas, no terminan de quitar ese sin sabor que produce el haber aniquilado una posibilidad de presente diferente; la sabiduría popular estructura frases como "de nada sirve llorar sobre la leche derramada", pero en la insistencia de estas filosofías se ratifica que justamente lloramos sobre ella, por mucho que nos esmeremos en configurar nuestro pensamiento de manera mucho más funcional.

Yo, nostálgica, me torturo un poco respecto a eso. Repito más que nadie que tan solo puedo evaluar la fortuna de mis elecciones una vez hechas y que es muy fácil juzgar en retrospectiva, en comparación de cuando el panorama no era tan claro. Considero que lo valioso de una experiencia es que aporte algo para reflexionar y prevenir futuras acciones. Me lo repito una y otra vez y así hago llevaderos lo que considero son mis errores, que suman muchos. También me digo que estoy evaluando de forma incorrecta el pasado al idealizar un posible presente que seguramente nunca se habría llevado a cabo. Considero factores que me ayudan a asegurar que la elección hecha fue la correcta, por dolorosa que haya sido, y a veces hasta consigo ratificarme en una decisión con posibilidades de modificación. Esas cosas pasan.

El que hoy escriba es justo la manifestación de una situación de aquellas. Estoy ante algo que me produce intranquilidad, pero en lo que debo plantarme con firmeza debido a decisiones dolorosas, razón que me lleva a abrazar aquella necesidad de defender lo-que-considero-se-debe-hacer, pues mis emociones están mal cultivadas y tienen la potencia de arrastrarme a la inestabilidad.

Identifiqué al problema en el alimento que les ha servido de nutriente: el rencor. La mezcla peligrosa radica en ese toquecito de anhelo. Nuestro cóctel resultante es venenoso y se encarga de pudrir lo bueno que puedo ofrecer para mí y para los demás.

Hace años que está creciendo allí. De vez en cuando, encuentro algo para alimentarlo. Es un rencor que se vuelca en principio en contra tuya: te molesta que hayas sido tan idiota. Realizar un esfuerzo por mantener impoluta la imagen de un otro añorado e idealizado, aunque la finalidad es pedagógica: la idea es aprender y solo tienes la potestad de cambiar tus acciones, no las ajenas, por lo que lo mejor es asumir la responsabilidad en una situación donde te viste perjudicada. El problema está en que ese rencor degenera, convirtiéndose en estéril, y salpica hacia el origen mismo, hacia el sujeto anhelado. Tal vez este rencor sería justificado en una especie de auto cuidado al alejarte del foco de malestar, pero el acompañamiento del anhelo no conduce a nada y allí es cuando la mezcla se hace peligrosa.

Una no puede hacer otra cosa que esforzarse por llevar a cabo acciones que te hagan salir de ese entorno de malestar, a pesar del anhelo que clama cercanía. Ante un sujeto actor, no sirven de mucho. Tienes que recordarte casi como un mantra cuál es el génesis de tus sentimientos actuales. Tienes que insistir en visibilizar su aspecto nocivo. Tienes que reconocer que en tus propósitos está la venganza a través del anhelo de la instrumentalización del otro. Pero, no tienes el poder para llevarla a cabo, porque ese otro siempre ha sido el amo en la relación, conllevando a que solo puedas sentir frustración.


El bucle está justamente en eso: querer volver a vivir el pasado en un presente en el que ya no tiene lugar. Quieres forzar piezas caducadas y corruptas en una situación donde los requerimientos son diferentes, donde ya no existen las excusas que permitieron el lazo, ahora solo alimentado por el rencor y quién sabe qué disfunción narcisista en aquel otro que no-deja-ir. Tu única opción parece ser el compromiso con la liberación. Romper, de nuevo. Seguir rompiendo. 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Ese hábito de embelesarme con desconocidos

Nunca he sido alguien ansioso por las emociones fuertes. Siempre les he tenido algo de miedo, de respeto. No solo es el temor de verme comprometida, cambiada, irreconocible a mis propios ojos, sino también un presente desinterés. Para mí suponen un gran esfuerzo para encajar en lo que los demás llaman vivir o sentir, a sabiendas que tales experiencias no me despiertan un interés real. Y es que, detrás de todo esto, esta esa clave con la que no he sabido jugar: me son indiferentes las experiencias límites, ya que sigo sin hallar la susodicha pasión necesaria. Sin tal ingrediente, la pasión, las experiencias se hacen innecesarias y, por eso, me he construido en torno a una cotidianidad sin grandes eventos, apegada al dramatismo de lo nimio, a la fijación por los pequeños detalles.

Actuar poco ha sido algo así como una consigna. Es un hábito que aprendes y al que le tomas cariño. Por lo tanto, en un día a día sumido en la repetición de actividades, es constante que tu mente deambule y cree castillos de datos que tal vez no se sostengan solos, pero que no es común verlos caer al existir en un universo sin gravedad o presiones que los obliguen a estar unidos, exactos y sólidos, con cargas reales que soportar.

Acusarme de lánguida puede ser una acción deliberada. Intenté salir de allí e intenté brindarle acción a mi vida. Ciertamente, aunque siempre estamos cambiando, algo en mí se transformó lo suficiente para traer la incertidumbre hacia mí misma. Llegué a un estado en que ya no me recocía, encontrando satisfacción, gozo, miedo y amargura por momentos. Ciertamente, no pude observar como una nueva vinculación crecía entre las actividades, los objetos, las personas y yo; al intentar iluminar los límites de mi personalidad, solo hallé nuevos espacios de indiferencia y hastío. La pasión no se cosechaba en ninguna parte y quedó sujetada al reino de la memoria, en donde prosiguió ficcionando con ese poco material que, a cuentas reales, he tenido para trabajar, ese aquello que me podría mover, aquello que podría amar porque siento que ya lo amé.

jueves, 6 de abril de 2017

Opinión personal de Lovesong, de So Yong Kim, o cómo la cotidianidad se superpone al amor

Alguien me contactó a mi perfil de facebook hace como una semana, recordándome que tenía este espacio. Fue productivo el encuentro, pues, al querer escribir algo sobre la última película que me vi, Lovesong (2016, dir. So Yong Kim), pensé inmediatamente en lo beneficioso de concentrar toda una idea en algo que dure más que un chat en WhatsApp, donde muchas palabras terminan perdidas ante la inutilidad de su buscador o en una conversación en Messenger con una plataforma actualizada que me sigue sin ser amigable. Aquí estoy, entonces.

Poster oficial
Desde mucho antes de empezar a ver la película, sabía que su desarrollo era lento, pues tenía encima como cuatro meses de búsqueda y lectura de una que otra sinopsis. No estaba precisamente ante una cinta de acción o ante un melodrama. De hecho, el planteamiento del ritmo de la narración se me hizo similar al de Certain Women (2016, dir. Kelly Reichardt), aunque tengo que admitir que la obra aquí comentada fue mucho más satisfactoria. Ambas abordan su trama desde algo similar a la cotidianidad, en un momento donde sí, se desata una acción que es la que articula el sentido del relato, pero donde se plasma con intensidad el peso avasallador de la cotidianidad. La contrapartida son las propuestas como 500 days of Summer (2009, dir. Marc Webb) o de casi cualquier película de gran distribución en donde se nos muestra en pantalla una serie de momentos que conllevan a un crecimiento del personaje en el que se termina dando lugar a las acciones concluyentes del conflicto. En estas dos cintas, sencillamente, no «pasa nada».


No es que nuestros personajes sean sencillos o unidimensionales, pues estos momentos de tensión los afectan y, por ende, los transforman. Solo es que estos cambios apaciguan su resonancia en el mundo de la interacción entre personajes (o de la acción) al estar sumidos o ahogados en sus contextos. No va a haber una gran acción que cambie el curso de la vida porque, en general, estamos demasiado apegados a nuestros día a día, que se reproduce en esta serie sin fin de cotidianidad presente en unos perfiles demasiado humanos, pero cuya finalidad no es clamar un estaticismo sin fin, que sería absurdo, sino solo mostrar cómo, en un día a día, se escriben historias en nuestra piel, momentos o sentimientos que nos atraviesan, pero que nunca valen por sí solos para darle un giro 180° a nuestras existencias porque somos mucho más complejos que eso, porque tejemos muchos más vínculos, que justamente son eso que llamamos cotidianidad, sin que yo quiera malgastar la palabra.

lunes, 21 de diciembre de 2015

La sensación de lo mágico y su autoreferencialidad

Últimamente, con la implementación de los pilares del pensamiento de la Nueva Historia Cultural en casi todos los ámbitos de mi vida -pues soy de creer que el conocimiento está atado a una necesidad; que se busca porque se requiere y, en mi caso, la necesidad siempre ha rodeado la pregunta por el sentido-, me he vuelto un poco más materialista, si acaso hago un buen uso de ese término.

Siento que la teoría debe ir ligada a una práxis. Sí, sí, eso lo había entendido antes: la autopoiesis. Pero, ahora lo veo como una relación constante, que no se separa; no se puede entender teoría sin práctica ni práctica sin teoría. Preponderar algunos ideales es negar la vida misma y, con ella, la fuente principal de sus riquezas: las personas. Así que, toda idea debe estar sujeta a ser transformada por el devenir mismo. Ideas maleables, que preponderen el bienestar. Esa es la consigna.

Pero... confieso que no logro desligarme de algunas sombras metafísicas. En este caso preciso, la llamada «magia», que se basa, en pocas palabras, en leer linealmente una serie de acontecimientos para hacerlos especiales (resabios de la causalidad positivista y aquella otra que dictamina que las cosas «tenían que pasar»). Sé que tal pensamiento va en contradicción aparente con tal materialismo, pero... en la práctica, coexisten. El uno no implica una negación del otro, aun cuando, en la teoría, se vea una inconsistencia. Me justifico -aun cuando en algunos años, mi autocrítica me permita retirar mis palabras- en que es la multiplicidad misma de la vida, que no puede ser enclaustrada a un sistema.

lunes, 24 de agosto de 2015

Hoy tienes un recuerdo en Facebook

Hace poco, Nataly me mostró una función en FB llamada "Recuerdos". Básicamente, lo que hace es mostrarte qué publicaste, compartiste, te escribieron en el muro, quedaste como amigo de alguien en un día como hoy, pero de otro año. Me dio curiosidad y activé las alertas; los primeros días coincidieron con publicaciones de personas con las que no compartí mucho y uno que otro estado/canción con mi hermana, Laura. Fue bonito, pero no hubo mayor trascendencia. La aplicación cumplía su cometido de darme una pequeña risa.

Pero, resulta que no siempre compartes cosas que ves tan alejadas (o presentes, como mi amor con Laura) y por eso mismo terminas por olvidarlo. Ayer, no más, veía una publicación que fue comentada por quien luego fue pareja mía; rememorar cómo interactuábamos antes de tener la relación me sacó una sonrisa nostálgica, aunque él como individuo ya no me importe. Y hoy mismo veía una publicación en mi muro de alguien con quien tuve mi primera relación-constante-sin-compromiso. La publicación también estaba enmarcada en ese periodo del "antes de que pasara algo", cuando me parecía intrigante la persona, pero estaba en una relación... y bueno, yo también estaba intentando conseguir cercanía con alguien que me gustaba mucho por esa época (para spoilear, fue un completo fracaso, ¡mi buen 2013!).