miércoles, 20 de diciembre de 2017

Ese hábito de embelesarme con desconocidos

Nunca he sido alguien ansioso por las emociones fuertes. Siempre les he tenido algo de miedo, de respeto. No solo es el temor de verme comprometida, cambiada, irreconocible a mis propios ojos, sino también un presente desinterés. Para mí suponen un gran esfuerzo para encajar en lo que los demás llaman vivir o sentir, a sabiendas que tales experiencias no me despiertan un interés real. Y es que, detrás de todo esto, esta esa clave con la que no he sabido jugar: me son indiferentes las experiencias límites, ya que sigo sin hallar la susodicha pasión necesaria. Sin tal ingrediente, la pasión, las experiencias se hacen innecesarias y, por eso, me he construido en torno a una cotidianidad sin grandes eventos, apegada al dramatismo de lo nimio, a la fijación por los pequeños detalles.

Actuar poco ha sido algo así como una consigna. Es un hábito que aprendes y al que le tomas cariño. Por lo tanto, en un día a día sumido en la repetición de actividades, es constante que tu mente deambule y cree castillos de datos que tal vez no se sostengan solos, pero que no es común verlos caer al existir en un universo sin gravedad o presiones que los obliguen a estar unidos, exactos y sólidos, con cargas reales que soportar.

Acusarme de lánguida puede ser una acción deliberada. Intenté salir de allí e intenté brindarle acción a mi vida. Ciertamente, aunque siempre estamos cambiando, algo en mí se transformó lo suficiente para traer la incertidumbre hacia mí misma. Llegué a un estado en que ya no me recocía, encontrando satisfacción, gozo, miedo y amargura por momentos. Ciertamente, no pude observar como una nueva vinculación crecía entre las actividades, los objetos, las personas y yo; al intentar iluminar los límites de mi personalidad, solo hallé nuevos espacios de indiferencia y hastío. La pasión no se cosechaba en ninguna parte y quedó sujetada al reino de la memoria, en donde prosiguió ficcionando con ese poco material que, a cuentas reales, he tenido para trabajar, ese aquello que me podría mover, aquello que podría amar porque siento que ya lo amé.

jueves, 6 de abril de 2017

Opinión personal de Lovesong, de So Yong Kim, o cómo la cotidianidad se superpone al amor

Alguien me contactó a mi perfil de facebook hace como una semana, recordándome que tenía este espacio. Fue productivo el encuentro, pues, al querer escribir algo sobre la última película que me vi, Lovesong (2016, dir. So Yong Kim), pensé inmediatamente en lo beneficioso de concentrar toda una idea en algo que dure más que un chat en WhatsApp, donde muchas palabras terminan perdidas ante la inutilidad de su buscador o en una conversación en Messenger con una plataforma actualizada que me sigue sin ser amigable. Aquí estoy, entonces.

Poster oficial
Desde mucho antes de empezar a ver la película, sabía que su desarrollo era lento, pues tenía encima como cuatro meses de búsqueda y lectura de una que otra sinopsis. No estaba precisamente ante una cinta de acción o ante un melodrama. De hecho, el planteamiento del ritmo de la narración se me hizo similar al de Certain Women (2016, dir. Kelly Reichardt), aunque tengo que admitir que la obra aquí comentada fue mucho más satisfactoria. Ambas abordan su trama desde algo similar a la cotidianidad, en un momento donde sí, se desata una acción que es la que articula el sentido del relato, pero donde se plasma con intensidad el peso avasallador de la cotidianidad. La contrapartida son las propuestas como 500 days of Summer (2009, dir. Marc Webb) o de casi cualquier película de gran distribución en donde se nos muestra en pantalla una serie de momentos que conllevan a un crecimiento del personaje en el que se termina dando lugar a las acciones concluyentes del conflicto. En estas dos cintas, sencillamente, no «pasa nada».


No es que nuestros personajes sean sencillos o unidimensionales, pues estos momentos de tensión los afectan y, por ende, los transforman. Solo es que estos cambios apaciguan su resonancia en el mundo de la interacción entre personajes (o de la acción) al estar sumidos o ahogados en sus contextos. No va a haber una gran acción que cambie el curso de la vida porque, en general, estamos demasiado apegados a nuestros día a día, que se reproduce en esta serie sin fin de cotidianidad presente en unos perfiles demasiado humanos, pero cuya finalidad no es clamar un estaticismo sin fin, que sería absurdo, sino solo mostrar cómo, en un día a día, se escriben historias en nuestra piel, momentos o sentimientos que nos atraviesan, pero que nunca valen por sí solos para darle un giro 180° a nuestras existencias porque somos mucho más complejos que eso, porque tejemos muchos más vínculos, que justamente son eso que llamamos cotidianidad, sin que yo quiera malgastar la palabra.