lunes, 25 de junio de 2018

Escribir y no decir nada. Sobre bucles.

Creería que, aunque nos esforcemos por pensar lo contrario, todos tenemos momentos en los que habríamos deseado cambiar la decisión efectuada. Tratamos de consolarnos con ideas como el considerar que solo nos es posible aprender mediante el error, ideas que si bien son acertadas, no terminan de quitar ese sin sabor que produce el haber aniquilado una posibilidad de presente diferente; la sabiduría popular estructura frases como "de nada sirve llorar sobre la leche derramada", pero en la insistencia de estas filosofías se ratifica que justamente lloramos sobre ella, por mucho que nos esmeremos en configurar nuestro pensamiento de manera mucho más funcional.

Yo, nostálgica, me torturo un poco respecto a eso. Repito más que nadie que tan solo puedo evaluar la fortuna de mis elecciones una vez hechas y que es muy fácil juzgar en retrospectiva, en comparación de cuando el panorama no era tan claro. Considero que lo valioso de una experiencia es que aporte algo para reflexionar y prevenir futuras acciones. Me lo repito una y otra vez y así hago llevaderos lo que considero son mis errores, que suman muchos. También me digo que estoy evaluando de forma incorrecta el pasado al idealizar un posible presente que seguramente nunca se habría llevado a cabo. Considero factores que me ayudan a asegurar que la elección hecha fue la correcta, por dolorosa que haya sido, y a veces hasta consigo ratificarme en una decisión con posibilidades de modificación. Esas cosas pasan.

El que hoy escriba es justo la manifestación de una situación de aquellas. Estoy ante algo que me produce intranquilidad, pero en lo que debo plantarme con firmeza debido a decisiones dolorosas, razón que me lleva a abrazar aquella necesidad de defender lo-que-considero-se-debe-hacer, pues mis emociones están mal cultivadas y tienen la potencia de arrastrarme a la inestabilidad.

Identifiqué al problema en el alimento que les ha servido de nutriente: el rencor. La mezcla peligrosa radica en ese toquecito de anhelo. Nuestro cóctel resultante es venenoso y se encarga de pudrir lo bueno que puedo ofrecer para mí y para los demás.

Hace años que está creciendo allí. De vez en cuando, encuentro algo para alimentarlo. Es un rencor que se vuelca en principio en contra tuya: te molesta que hayas sido tan idiota. Realizar un esfuerzo por mantener impoluta la imagen de un otro añorado e idealizado, aunque la finalidad es pedagógica: la idea es aprender y solo tienes la potestad de cambiar tus acciones, no las ajenas, por lo que lo mejor es asumir la responsabilidad en una situación donde te viste perjudicada. El problema está en que ese rencor degenera, convirtiéndose en estéril, y salpica hacia el origen mismo, hacia el sujeto anhelado. Tal vez este rencor sería justificado en una especie de auto cuidado al alejarte del foco de malestar, pero el acompañamiento del anhelo no conduce a nada y allí es cuando la mezcla se hace peligrosa.

Una no puede hacer otra cosa que esforzarse por llevar a cabo acciones que te hagan salir de ese entorno de malestar, a pesar del anhelo que clama cercanía. Ante un sujeto actor, no sirven de mucho. Tienes que recordarte casi como un mantra cuál es el génesis de tus sentimientos actuales. Tienes que insistir en visibilizar su aspecto nocivo. Tienes que reconocer que en tus propósitos está la venganza a través del anhelo de la instrumentalización del otro. Pero, no tienes el poder para llevarla a cabo, porque ese otro siempre ha sido el amo en la relación, conllevando a que solo puedas sentir frustración.


El bucle está justamente en eso: querer volver a vivir el pasado en un presente en el que ya no tiene lugar. Quieres forzar piezas caducadas y corruptas en una situación donde los requerimientos son diferentes, donde ya no existen las excusas que permitieron el lazo, ahora solo alimentado por el rencor y quién sabe qué disfunción narcisista en aquel otro que no-deja-ir. Tu única opción parece ser el compromiso con la liberación. Romper, de nuevo. Seguir rompiendo.