jueves, 21 de noviembre de 2013

Cien metros

Caminaba, con una bicicleta en la mano. Esa tarde había sido tranquila, yo había recorrido la ciudad en bicicleta también, sin mayor afán. Ahora que caminaba, le encontré en el cruce de caminos en el puente. Aminoré la velocidad de mis pasos: necesitaba ubicarme a la derecha, es de esas cosas que no cuestiono. Pasó a mi lado, por mi derecha, y yo busqué el extremo del pasaje para relajar el ligero estrés que me causó la ubicación temporal en la izquierda. Se volteó y sonrío, ¿fue a mí, o fue a aquellos dos jóvenes? no lo sé, no lo quise saber; apenas noté que giraba, desvié mi mirada al río, y allí la clave mientras caminaba con una calma inusual en mí. Mi mano jugaba con la baranda al caminar: daba pequeños saltos, una actividad que me resulta placentera.

Su paso no era acelerado, y yo le seguía, de forma más pausada. Su caminar me resultaba cautivante, un caminar ligero, una alma en aparente armonía. Noté su tez blanca, y el cómo la tinta roja de su tatuaje resaltaba. Caminaba observándole; siempre me ha gustado observar, sólo observar. Miró nuevamente hacia atrás cuando los jóvenes se acercaron, lo que llevó a que irrumpiera su marcha. Yo no quería enfrentarle, por lo que mi caminar me llevó a su izquierda, y así le sobrepasé. Allí estaba yo, sosegada, sin una imagen en qué clavar mi mirada. Antes de pasar la calle le volví a ver, el tiempo necesario para asesorarme de que no pasaran coches, pero, lo suficiente para inmortalizar su silueta en mi memoria.