miércoles, 20 de diciembre de 2017

Ese hábito de embelesarme con desconocidos

Nunca he sido alguien ansioso por las emociones fuertes. Siempre les he tenido algo de miedo, de respeto. No solo es el temor de verme comprometida, cambiada, irreconocible a mis propios ojos, sino también un presente desinterés. Para mí suponen un gran esfuerzo para encajar en lo que los demás llaman vivir o sentir, a sabiendas que tales experiencias no me despiertan un interés real. Y es que, detrás de todo esto, esta esa clave con la que no he sabido jugar: me son indiferentes las experiencias límites, ya que sigo sin hallar la susodicha pasión necesaria. Sin tal ingrediente, la pasión, las experiencias se hacen innecesarias y, por eso, me he construido en torno a una cotidianidad sin grandes eventos, apegada al dramatismo de lo nimio, a la fijación por los pequeños detalles.

Actuar poco ha sido algo así como una consigna. Es un hábito que aprendes y al que le tomas cariño. Por lo tanto, en un día a día sumido en la repetición de actividades, es constante que tu mente deambule y cree castillos de datos que tal vez no se sostengan solos, pero que no es común verlos caer al existir en un universo sin gravedad o presiones que los obliguen a estar unidos, exactos y sólidos, con cargas reales que soportar.

Acusarme de lánguida puede ser una acción deliberada. Intenté salir de allí e intenté brindarle acción a mi vida. Ciertamente, aunque siempre estamos cambiando, algo en mí se transformó lo suficiente para traer la incertidumbre hacia mí misma. Llegué a un estado en que ya no me recocía, encontrando satisfacción, gozo, miedo y amargura por momentos. Ciertamente, no pude observar como una nueva vinculación crecía entre las actividades, los objetos, las personas y yo; al intentar iluminar los límites de mi personalidad, solo hallé nuevos espacios de indiferencia y hastío. La pasión no se cosechaba en ninguna parte y quedó sujetada al reino de la memoria, en donde prosiguió ficcionando con ese poco material que, a cuentas reales, he tenido para trabajar, ese aquello que me podría mover, aquello que podría amar porque siento que ya lo amé.


Resulta y sucede que el que mucho duerme se termina quedando sin materia prima para sus sueños. Hasta el mismo recuerdo requiere de nuevo material para seguir estando vigente, para aferrarse a un día en concreto del pasado al que armas nuevamente, produciendo quién sabe qué tipo de quimera. Es por eso que retorno al tema que dibujé en el primer párrafo, los «pequeños detalles», aquellos momentos aleatorios que optas por resaltar en tu cotidianidad formando una unidad de sentido. A algunos, menos necesitados de emoción, les resultaría completamente misterioso cómo otras personas podemos operar en torno a manifestaciones mínimas y hasta insignificantes, y cómo en ellos nos sentimos a gusto, pues su fijación da lugar al ensueño y el buen idealista se nutre más del qué podría ser que del esto está siendo. Allí está la simple respuesta a la pregunta del por qué nos aburrimos tan rápido, aunque, personalmente, no he sido capaz de dar con una sencilla solución a tan simple cosa.

Eso sí. Mi historia es sencilla:

Un buen día, en la tienda, mi madre apuntó algo tipo «Tan linda ella». No recuerdo bien. Las primeras aproximaciones a su persona fueron vagas. Su comentario se veía afectado tanto por la apariencia física de la mujer señalada como de la amabilidad que la última había manifestado en el trato con mi madre. Mi mamá siempre ha sido una hincha de resaltar la belleza física en los demás, con un esmero sacro en ignorar una perspectiva negativa, esa que resalta defectos y se ufana en las mal llamadas imperfecciones ajenas. Una actitud admirable, la cual he intentado interiorizar, pero cuyo germen sigue siendo tímido en mí, tanto que le respondí el equivalente a un «A mí no me parece». Mi comentario sólo consideró su apariencia física, la cual, en un primer momento, me resultó chocante frente a mi ideal estético de la belleza femenina. En aquella mujer vi el afán por cumplir un estándar de belleza basado en la voluptuosidad y en la estética narco. Mi mamá, mucho menos prejuiciosa que yo —o, tal vez, más optimista y humana— no se apropió de mi impresión, hecho que pude confirmar cuando, posteriormente, madre apuntaba textualmente hacia la chica cuando su figura había coincidido dentro de los escenarios que ella me narraba y que permitían el flujo de información respecto a quienes acostumbran visitar la tienda. A ella sencillamente se le refería como la chica bonita, con un cuerpo espectacular a los tiernos ojos de mi madre, que no hallan sino cualidades al hacer de sus palabras halagos hacia el porte de la buena muchacha cuando se polemizaba con otras personas sobre la reputación de cada cual. No sobra decir que ella no era una excepción en la narrativa de mamá sino la regla dentro de su sano interés por hablar bien de los demás, por llevarse una buena impresión de cada persona.

La chica no me impresionó, así como tampoco lo hizo en su primera impresión la última mujer con la que construí intimidad. Como lo mencioné, su figura era una entre muchas de las que se invocaban en nuestros diálogos, en los que también participaba mi hermana y unas tías, pues la tienda es un universo en común. Por eso, recuerdo vagamente, reconociendo la posibilidad de que esta narrativa en torno a la fijación por sus pequeños detalles, los de la chica, desde la misma necesidad de sentar el origen,  sea otra gran ficción, ya que me ha costado reconstruir la interferencia de su existencia en la mía. De hecho, esta tentativa de escribir al respecto no es otra sino intentar dotar de mayor temporalidad lo que, probablemente, no significa nada en términos fácticos. Pero, sí sé con seguridad desde qué momento me fue preciso empezar a tejer un hilo en donde sus acciones cobraran sentido autónomo, independiente de nuestros contextos y de la insoslayable distancia que nos separa, que revela desde el desconocimiento de su nombre.

Habría que haber empezado el cuento —si acaso fuera un cuento— con aquella noche en que Laura, Cindy, Marta, Liur, Blanquita y yo estábamos en el saloncito de la tienda escuchando música, mientras ellas tomaban ron, a modo de preparación para la fiesta posterior. Aquel día mi mamá atendía y, en su infinita bondad, permitió la entrada al baño a tres mujeres que se lo habían solicitado. Dos de ellas compartían los rasgos del tono de piel, un suave rosa pálido, una contextura delgada y los efectos de color en sus cabellos, rubios; la tercera, aunque también rubia, tenía una piel un poco más oscura y un cuerpo más robusto. Ellas solo entraron, y yo me maravillé con el color de piel con una de ellas.

No tuve que esperar mucho para volverla a ver. Bastaron dos días aproximadamente. Después del ingreso permitido al baño por parte de mi mamá, las chicas habían adquirido la confianza para preguntar por el servicio, pues, desde hacía varios días, habíamos optado por restringir su acceso y pocos eran los valientes que se atrevían a solicitármelo para escuchar el equivalente a un «Sin consumo, hay que pagarlo» por respuesta. La primera en preguntar fue la más corpulenta. Cuando la vi, supe que existía la posibilidad de que se repitiera la llegada en cuadrilla y, con la excusa que me di de que sabía que ellas consumían, pues lo hacían, le permití el ingreso. Efectivamente, ella debió haber comunicado la disponibilidad existente a las otras dos, pues no tardaron en llegar, brindando el primer elemento que necesité para construir una historia: ella, la más corpulenta, me regaló algo similar a un «Usted tan linda», con clara distinción a mi aspecto físico. Yo le agradecí el gesto, mientras, en fracción de segundos, conspiré sobre la relación existente entre mi físico y mi sexualidad, pues siempre me han hecho creer que yo manifiesto lesbianismo —no sobra anotarme como bisexual—. Las palabras que adquirieron sentido en mi mente fueron unas «Ella lo sabe y ese comentario no es gratuito». La conversación no prosiguió mucho y las tres abandonaron el recinto después de haber comprado bebidas.

Gran cantidad de impresiones solo perduran en nuestros recuerdos cuando son socializadas, como sucedió en este caso. Como yo conversaba con Laura, le comenté lo sucedido, retroalimentándome de un comentario respecto a una de las tres. En este caso, se trataba de la que compartía rasgos con la que me había maravillado por su color de piel. Mi hermana me contó que ella ya le había platicado sobre el hecho de que la conocía de antes, de la época de Barrio Colombia, por lo que mi hermana asumió que ella ya debía saber acerca de su lesbianismo, que ella «ya sabía lo nuestro». 

Me pareció interesante la conclusión de Laura, que se reforzó pocas horas después, cuando, al regresar, la de piel maravillosa bromeó sobre la posibilidad de que ambas fueran novias, y me preguntó qué pensaría yo. No sobra hacer hincapié en dos cuestiones, de antemano: la primera es que la relación entre ellas y yo se basaba en un vínculo de servicio, por lo que bastaba pedir lo que requerían e irse, sin tener que conversar; la segunda, la limitación existente en torno a nuestros intercambios o conversaciones, tanto de tema, que se basaba en lo requerido y en temas triviales relativos a ese asunto, como de repetición, pues el hecho era de que todas nuestras conversaciones consistían en la primera vez que solicitaron el servicio del baño, dando cuenta de la existencia de una resaca, y en este segundo encuentro, por lo que ellas no tenían ningún tipo de confianza o relación construida previamente conmigo. Claro, no es la primera vez que un cliente me habla. Algunos me han contado historias no solo de sí mismos sino también de sus hijos y de sus nietos sin que yo lo haya solicitado, por lo que, así como la luminiscencia de algunos objetos depende de la exposición a un químico en concreto —según tengo entendido—, la particularidad tomada frente a esta familiaridad en el trato es algo que, deliberadamente, yo elegí.

Mi respuesta a este pequeño detalle gratuito fue un "harían muy bonita pareja". Y en aquél momento aconteció la magia para mí, pues al mirarlas, de lado a lado, noté que me parecían mucho más bellos los rasgos faciales de aquella otra, de la que tenía una estética que yo había apuntado como tipo narco, aunque ella también era esbelta, blanca y rubia. En aquél momento, la particularicé y empecé a tratar de dar orden a mis recuerdos de ella, basados netamente en sus hábitos de consumo, pues nunca habíamos dialogado, nunca habíamos intercambiado comentarios triviales sino hasta ese día. Ella se intimidó por el comentario de su amiga, mientras en mi mente retumbaba ese «Lo saben, ¿por qué más comentarían algo así?». Obviamente, le compartí la escena a Laura, quien no esperó a que yo le comentara mi impresión para recalcar su conclusión, coincidiendo conmigo, viendo ambas lo que queríamos ver.

La magia hibernó hasta pocos días después. Ya los ingredientes para la fantasía estaban situados y solo se necesitaba una pequeña cosa: su amabilidad, aquella que le sirvió para granjearse una buena impresión por parte de madre. Ella volvió, esta vez sola, compartiendo detalles sobre su compra relativos al contexto inmediato: si volvía a su casa, su madre no la podría ver en estado de alicoramiento, por lo que mejor solo consumir una copa... o no, que le de un momento, que va a ver si mejor cambia de planes y compra una media... pero, tiene la devuelta de otra compra que había hecho más temprano, cuando me enteré que no le gustaba el bom bom búm de lulo, y no le alcanza... pero, ya va por el resto, que lo trae y se compra la media. Ya. Eso fue todo. No necesitó más para producir una impresión en mí, que perduró toda esa noche. Solo había llegado dos veces y contado un poco de su contexto, algo que gran cantidad de las personas que van a diario hacen. Claro, tenía un plus que otras personas no: ella conocía a Laura, debía saber lo de ella, «seguro ella sabe lo mío». Además, había sido de las pocas mujeres con las que se me puso en la cara el tema del lesbianismo/bisexualismo, siendo ella la única que me había parecido de rasgos faciales muy bellos. ¿Cómo no iban a impresionarme esos elementos, a sabiendas que soy una idealista, una soñadora despierta?

Sin embargo, cuando le confirmé a mi hermana que no atendería más, me ofreció más dinero del habitual por cumplirle el sábado. Allí la vi, a la chica, justo antes de cerrar. Nuevamente, ella, que iba con un hombre que no ingresa al negocio al que que ya es posible identificar como su novio y que la ha acompaño en casi todas las veces en que la he visto, comentó algo pequeño relativo al entorno inmediato que compartimos en aquel momento de servicio. Ella, muy arreglada, se asustó cuando un señor dejó caer una bolsa de leche a su lado, pues, hay que imaginar, que se le pudo haber reventado y la llenaba de leche, ¡ay!, su pierna toda untada de leche, que hay que imaginar... y así como entró, se fue.

Debo admitir que este relato al que le he dedicado la última hora no habría sucedido nunca si no la hubiera visto hoy. Primero, porque mis sueños diurnos son muchos y envuelven a muchas personas, no siendo ella la única que crea impresiones en mí, aunque sí me produce la narrativa más intrigante al no saberle siquiera su nombre, al no haberle hablado nunca por fuera, al no haber intentado nada con ella y, por ende, no solventar la posibilidad de que pueda o no pueda pasar algo, aunque lo más seguro es que no porque, segundo, ella aparenta ser heterosexual y estar en una relación sólida y, en caso de ser bisexual, dudo que pueda interesarse por mí, pues no tiendo ser el tipo para personas como ella.

Y es que hoy, mientras acompañaba a Laura, llegó para adquirir ron, comentando algo sobre su novio respecto al dinero necesario, pues parece que ella no tenía planeada la compra. Mientras íbamos por los insumos solicitados, mi hermana me dijo un «ya sabemos que es el novio». Es curioso, pues no recuerdo bien las cosas, pero sé que ella fue y regresó; sé que Laura fue a buscar el producto y que, en ese momento, ella me dijo algo así como «Estás muy bonita hoy», a lo que creo que me sonrojé y respondí con un torpe «gracias, vos también, muy bonita la trencita que tienes en el cabello», comentario que fue tomado con inapetencia de su parte, desestimando a la trenza misma. Llegar a este punto me deja sin muchas palabras.

Me gustaría decir que la forma en que lo dijo no me hizo sentir algo como «en comparación con otros días, hoy estás mejor arreglada», pues hoy usaba gafas y creo que me he vestido mejor en otras ocasiones, pero sí era notable que le había invertido un mínimo de tiempo a mi imagen. Tampoco me pareció muy fraternal, como cuando uno ve a una señora y le dice «Vee, como estás de bonitaa»; el de ella fue certero, sin entonación de-señora-o-amiga. Y tampoco me pareció coqueto, cargado de tensión. Solo lo dijo, y yo no supe reaccionar. Sé que en algún momento me alejé y que sentí su mirada, una mirada fija. Seguramente, en dos días, si la vuelvo a ver, podré ir desmontando este recinto de datos, de detalles nimios y aislados que yo opto por dotar de un meta-sentido al momento de jugar arbitrariamente con ellos. Y es esta la razón que me empuja a escribir a ahora, mientras sigo sin abrir la caja para ver si, efectivamente, el gato está muerto.

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